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  • Foto del escritorGilda Olle

A Silvia le gustaban sus rulos

Actualizado: 5 abr

“A Silvia le gustaban sus rulos” es una exploración en la pedagogía de la ternura. Con una narrativa sutil, Gilda Olle despliega dos figuras centrales contra una imposición de la crueldad que, como hoy, quiere sofocarlo todo, incluso la memoria: la infancia y la identidad.


un cuento de Gilda Olle


Solía mirarse en cualquier superficie que le devolviera su imagen.


Sin importar la calidad del reflejo; a veces más difuso, a veces más detallado, el contorno de su pelo enrulado  se dibujaba incuestionable en ventanales de edificios, ventanillas de autos o vidrieras.


A Silvia le gustaban sus rulos. El pelo largo y suelto era su marca personal. Siempre lo supo, o al menos así lo recordaba desde sus días en el jardín de infantes. Cierta vez en sala roja, luego de saludar a la bandera, al entrar al aula se sacó como pudo la colita alta y apretada que le había hecho su madre y se rehusó a volver a peinarse. A la salida, la maestra le dijo a los padres, en tono de reto, que había sido imposible atarle el pelo.


Por favor mañana péinenla con un poco de gel y pónganle hebillas así se mantiene un poco más prolija.


No hubo forma, toda la semana se repitió la escena y cuando iban a buscarla, ella salía sonriendo y la maestra la entregaba indignada.


A la semana siguiente el padre la amenazó con cortarle el pelo. Como un varoncito, le dijo.


Si no iba a la escuela con una trenza hecha y derecha y salía de la misma manera, se lo cortaban.

Ella no paraba de llorar, pero a la noche y en secreto, muy en secreto, su madre le contó una vieja historia de una nena que vivía en un reino muy lejano y tenía una trenza maravillosa llena de magia. Una nena que iba a hacer grandes cosas.


Eso la contuvo durante un tiempo, días en los que alardeaba de su largo y poderoso pelo trenzado frente a sus compañeritos del jardín.


Bueno, ahora resulta que anda diciendo que tiene poderes y qué sé yo cuántos inventos más. Sé acabó señorita, deje de contar historias y haga lo que tenga que hacer en la escuela.


Punto.


Esa vez su madre no dijo nada. No contradijo a su esposo ni tuvo ganas ni fuerzas para cuentos. Y aunque intentó disimular, Silvia llegó a ver sus ojos llorosos a través del espejo cuando José, el peluquero del barrio, le mojaba el pelito con el rociador y le pasaba el peine desde la raíz hasta las puntas, despacio, casi con pena, antes de hacerle el corte que ella se había ganado por no hacer caso.


Si, desde ese día supo que sus rulos eran su marca personal. Pensó que como a la nena del cuento, por alguna razón que no entendía ahora, a ella también querían sacarle su magia.


Volvieron a hacerlo varias veces, y resistente, su pelo crecía cada vez más fuerte. Su padre parecía estar librando una batalla personal cada vez que decía hay que llevarla a la peluquería mañana mismo.


Cuando comenzó la primaria decidieron que era momento de dejarle el pelo largo otra vez, aunque solo un poco. Fue entonces que ella empezó a mirarse en el espejo con más atención. Esperaba encontrar un nuevo rulito y cuando esto sucedía le daba la bienvenida,  hola chiquitín, soy Silvia, a veces vas a estar sueltito, pero a veces vas a tener que estar un poco más apretado con otros.


El tiempo pasaba y a su papá seguía sin gustarle que ella llevara el pelo suelto, decía que los piojos esto, que la prolijidad lo otro, que el orden aquello.


Por las tardes, cuando se acercaba la hora en la que él volvía a casa del trabajo, Silvia se iba al baño y se peinaba rápido para que él no le dijera nada.


Si su padre no se hubiera empeñado en domesticarlo, tal vez a ella no le hubiera preocupado tanto su pelo.


Una vez, ya más grande, mientras se miraba en el espejo del baño antes de ir a la escuela , descubrió que si mantenía fija la vista en él, podía ver otro rostro, un rostro que no era el suyo. Se asustó, pero corrió a contarle a sus amigas del colegio lo que le había pasado. Era la época en que se reunía a estudiar con sus compañeras de la secundaria y al final siempre terminaban jugando al juego de la copa, ese juego que no era joda y que estaba prohibido para ellas desde que a Gabriela Lizárraga le había pasado algo extraño después de una sesión. Dicen que decía cosas raras, que nombraba a personas que nadie conocía. Al tiempo sus papás se la llevaron a Córdoba a descansar y nadie volvió a verla.


A pesar de esas advertencias, ellas seguían jugando, un poco porque estaba prohibido, otro poco porque cuando se es adolescente es necesario desentrañar todo lo oculto o misteroso. Ir contra lo que se impone.


Todas intentaron mirarse en los espejos del baño ese día;  algunas no vieron nada, otras sintieron temor al ver la imagen de sus rostros deformándose. Pero Silvia seguía, no podía evitarlo, algo la llamaba buscarse en esa otra cara que se dibujaba frente a ella.


Pasaron los años y las modas; que el Ska, con la boina y los sobretodos; que Los Pericos y las remeras de Bob Marley; que Depeche Mode y la ropa negra y el pelo corto otra vez; que los Rolling Stones y el jardinero, el flequillo y las Topper blancas.


Su padre ya no podía  contener la fuerza de la vida que desbordaba su cuerpo.


Ya no era sólo el pelo; era la ropa, las salidas, los amigos, sus intereses. Todo era cuestionado. Ella había tenido que crecer desafiándolo, a veces con mejores y a veces con peores resultados.


Lo hace porque te quiere, es de otra generación, entendelo. No le discutas todo a tu padre. Quedate tranquila hija, todo se va a arreglar. Ya vas a ver.  Le decía su madre ahogada en un llanto contenido.


¿Por qué es así?¿qué hice yo para tener un padre así? se preguntaba llena de bronca y luego se respondía con lo que para ella era una certeza: Calmate Silvia, ya te vas a ir a la mierda de esta casa.


Eso era lo único que la consolaba  cuando luego de una discusión con su padre debía encerrarse en su cuarto durante todo el fin de semana. Se ponía los walkman y se dedicaba a sus dibujos, ese lugar que la hacía escapar de la realidad que la asfixiaba.


Silvia fue creciendo en medio de reglas que le parecían demasiado estrictas y  anticuadas. Y a pesar de saberlas así, las respetó cada minuto que vivió en esa casa y después, de grande, cada vez que la visitaba. Tal vez fuera por su madre, para evitarle la angustia que sabía le causaba tener que defenderla a ella frente a su padre.


Cuando la reunión terminaba, se apuraba a entrar al auto para soltarse el pelo, como si en ese acto volviera a ser ella misma. Se miraba en el espejo retrovisor y se preguntaba por qué seguía yendo. Nunca encontró la respuesta, así que de a poco empezó a faltar a esas citas en la que había sido su casa.


Una tarde el  teléfono sonó varias veces. Silvia no quiso atender, no se sentía con ganas.


Hija, necesito que vengas. Escuchó en el contestador.


Su padre falleció esa misma noche, y su madre ya curtida de llorar toda la vida en silencio se animó y volvió a contarle una historia, la de una nena con una trenza larga y poderosa, una nena que iba a hacer grandes cosas, que de bebé se la habían llevado de los brazos de su madre, que también tenía un pelo poderoso como ella.

 

Antes de entrar al lugar donde tenía cita a las  9 am, se miró en la pantalla del celular una vez más y vio su rostro y su pelo. Supo que pronto todo tendría otro sentido.

Mientras abría la puerta recordó la última parte de la historia que le había contado su madre entre lágrimas y disculpas viejas.

 

Esa beba no se llamaba Silvia, se llamaba Claudia, igual que su verdadera mamá.


 

GILDA OLLE

Nació el 22/04/77 en Morón. Ciudad en donde aún vive.

Es profesora de lengua y literatura en nivel secundario en escuelas públicas de zona Oeste.

Realizó una especialización en Literatura Infantil y Juvenil en la Universidad de San Martín.

Es docente de talleres literarios en el programa Arte en los Barrios, perteneciente a la secretaria de Cultura de la Municipalidad de Morón.

Es miembro fundadora de Te Caigo en Cuero, el coso literario del oeste.

Solía ser un bicho raro del cine, donde trabajó como operadora de cabina durante casi 20 años. Proyectó películas en 35mm y luego en formato digital.

Tuvo su paso por el espacio INCAA de Morón.

Tiene dos hijes adolescentes, es hincha de River Plate y su comida preferida son los canalones de verdura con salsa boloñesa.

Y por supuesto, hoy más que nunca, dice: la Patria no se vende.



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